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YCOD NO SE VENDE

Los príncipes de la basura

Riquel  /  FRANCISCO LEÓN  /  El ábaco y los días
Para todos los niños de la Racania
Una parte de la infancia de los niños playeros que nacimos en torno a 1970 no podría contarse fielmente sin las montañas apestosas de basura, el mosquerío pegajoso y las chatarras quilométricas de El Riquel, el vertedero del pueblo en que nací. Fue, para muchos de nosotros, un paraíso inolvidable, degenerado y hediondo, en el que entrábamos a hurtadillas y sin permiso de nuestras madres. No había sino que salir de casa cualquier tarde de verano, caminar unos centenares de metros por el desierto litoral de El Riquel y bajar —no es metáfora— directos a la mierda. Así de simple era viajar a nuestro Edén infantil. No existía ni cartel de bienvenida, ni recinto alambrado, ni guardianes: Todo al más puro estilo administrativo icodense.

Pero de mierda sabemos muchos los niños de la Playa de San Marcos. Mis amigos de aquella época —una tribu de primos peludos— teníamos otro Vergel acuático, más lujoso, más inmundo: la Cala de El Monís —no hace falta que la señale en un mapa—. En sus aguas apestosas nadábamos como si fuéramos los príncipes de la defecación. Quienes allí jugábamos, pescábamos y chapoteábamos se veían obligados a nadar en un caldo de porquerías flotantes que nos regalaban los tubos emisarios —demasiado cortos, demasiado anchos— del edificio correspondiente que desembocaban en un cañaveral verdísimo. Por cierto que, irónicamente, junto a los emisarios, alguien mandó a construir una depuradora que jamás cumplió sus funciones.

Sin embargo El Riquel era el sumun del placer porcino. En aquel inmenso sumidero incontrolado, los niños inventamos nuestros propios mitos, mitos harapientos de realismo italiano; y entre ellos jugamos a las espadas y los exploradores como el niño de cualquier ricachón, si bien, enajenados por los efluvios mágicos de la putrefacción. Los días de calor en nuestro reino de roña nos veíamos obligados a cubrirnos la boca y la nariz con nuestras camisas para impedir que las moscas —millones y millones de divertidas moscas, nubes de moscas negras y verdes— acabaran introduciéndose en nuestros orificios nasales. De las colinas de basura —me refiero al concepto antiguo de basura: todo mezclado formando un jugo pastoso ácido y maloliente— a veces extraíamos llenos de alborozo un perro muerto, una caja de pútridas naranjas, jeringuillas usadas o una avioneta de juguete rota.

En aquel basural existía un lago profundo de cal líquida que vertía diariamente un camión. En sus orillas movedizas y lechosas jugábamos a barcos como hijitos de familias ricas. Cerca de nuestro lago de yeso, también disponíamos de un Averno: un pozo sin brocal profundo, de unos dos metros de ancho por el que se hubiera despeñado cualquiera de nosotros si no fuera porque Fortuna existe. Recuerdo haber arrojado en aquel horrible pozo objetos que tardaban minutos en dar una señal de sus abismos. Simplemente tuvimos suerte: ninguno de mis primos murió allí.

«La Basura», como acertadamente los niños playeros y nuestras madres llamaban al vertedero municipal, significaba para nosotros una verdadera cornucopia —«cuerno de la abundancia», por si me lee algún racanio ignaro— regalo de los dioses burgueses habitantes superiores de las calles empedradas de Icod. Aquellas bazofias con las que éramos obsequiados por los patricios locales se convertían en nuestras ávidas manos en los juegos de la miseria. Así que —vueltas que da la vida— sin quererlo, los niños playeros de los 70 fuimos los primeros en reciclar la basura para convertirla en parte mítica de nuestra imaginación infantil. Cierta vez, apareció en La Basura un gran buey muerto y sin cabeza, hinchado como un odre lleno de peste, a punto de explotar y diseminar su perfume de corrupción. Creo que presenciamos su descomposición lenta, didáctica, durante meses. De ese modo aprendimos las partes de su esqueleto animal. Otra vez, un amigo se tronchó un pie con una lata afilada. Tal vez hubiera necesitado la sutura del galeno, pero en seguida encontramos la pócima de Fierabrás para curarlo. En efecto, la nobleza tutelar de nuestra Racania del noroeste también nos ofrecía los desperdicios caducos de sus farmacias domésticas. Cualquier cosa, divina o humana, era posible en nuestros Campos Elíseos personales de El Riquel.

Junto a La Basura se levantaba, y se levanta, para ignominia de nuestros pusilánimes políticos locales el gran campamento de La Chatarra. Quilómetros y quilómetros de amasijos de hierro y gomas de coches entre los que campaban las ratas y los perros. ¿Quiénes de los que tuvimos que convivir con los detritos sabrosos de los icodenses no recuerda con rabia la quema ilegal de millones de neumáticos cuya humareda apestó y ennegreció nuestra infancia durante largos años?

Ahora el tiempo ha pasado y compruebo con la memoria que fueron varias las generaciones de políticos locales los transmisores conniventes y alimentadores de nuestro reino repugnante para niños de tercera clase. Un reino al que ellos mismos —no comprendo por qué si con tanta pasión lo cultivaban— daban la espalda.

La moda de los tiempos y los ecologistas agnósticos de este futuro, que no creen en el Nirvana sobrenatural de las basuras y chatarras, nos han ido robando trocitos de nuestro legítimo derecho a la inmundicia. De pronto los políticos toman conciencia y dictaminan que vivir con la hediondez al lado resulta poco inhumano. Ahora los niños de tercera clase deben olvidar su pasado, regenerarse, vivir en la virtud de la higiene. Todo palabrería necia: en más de cuarenta años —desde antes de la Democracia española— no han conseguido regenerar un metro de terreno de nuestro Paraíso apestoso. Demasiado tarde, como siempre: yo digo ese estigma infantil me diferencia completamente de los indiferentes. Haber convivido con sus desperdicios me ha procurado un conocimiento profundo de lo que hemos sido, de lo que son. Siempre pensé que, para que sufrieran en propias carnes lo que significa el dolor ejemplar de tener que ser despojado de un pasado inconfesable, los niños litres de nuestros políticos actuales y pretéritos —y alguno que otro más—, debían probar, como nosotros, su propia ración de sana mierda.
Referencia:
http://abacofranciscoleon.blogspot.com/2009/06/los-principes-de-la-basura.html

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